Vicente Echerri |
Para darnos la razón a los que afirmamos que la política —al igual que la religión y los deportes— es fundamentalmente una pasión (a la que nos empeñamos en superponerle argumentos racionales para fingir que poseemos una sazonada madurez), los socialistas españoles, apenas de regreso al poder, ya están agitado nuevamente el fantasma de Franco, como si la democracia no tuviera más de cuatro décadas y no hubieran sido los franquistas —los ministros y herederos de Franco— los que voluntariamente quisieron desmontar la dictadura sin que ninguna revolución los apremiara.
La izquierda, heredera de la nefasta segunda república española o lo que de ella devino después del ascenso al poder del llamado Frente Popular en 1936, no puede perdonarle a Franco que ganara la guerra y desacreditara su estulticia con un gobierno prudente que echó las bases del desarrollo actual de ese país. Los crímenes del franquismo —sus cárceles, sus fusilados, la represión y los desmanes típicos de los regímenes dictatoriales que tanto se mencionan y se enarbolan en estos días— son secundarios (aunque se insista en lo contrario) pues podrían fácilmente equipararse con los crímenes atroces cometidos por los fanáticos —socialistas, comunistas, anarquistas— del bando republicano en el tiempo que duró la guerra civil. Yo creo que si Franco fuera totalmente execrable, la izquierda la tendría más fácil y se sentiría más contenta. Su irritación parte de que viven y medran en una sociedad derivada del franquismo, en una democracia —monarquía constitucional incluida— que de alguna manera Franco legó como una gracia póstuma.
Ahora quieren exhumarlo, como una manera de exorcizar una figura de la que no quieren reconocerse, en modo alguno, deudores. Y en esto coinciden la izquierda y la derecha: la primera por resentimiento de vencidos; la segunda por vergüenza de sus orígenes. Si la “memoria histórica” —que en España anda tan en boca de todos en estos días, sin que la mayoría sepa muy bien qué significa— va a ser bien servida para beneficio de la ciudadanía, tendrá que hacerse un relato de la historia nacional del último siglo precisando verazmente todos los hechos y juzgando lo más objetivamente que se pueda a todos los actores, Franco el primero.
La Fundación Franco, a la que el nuevo gobierno amenaza con ilegalizar, se ha movilizado para recabar firmas en contra de la exhumación del Caudillo y, a ese respecto, ha llegado incluso a pedir la intervención del Rey. Esto último no estaría fuera de lugar, si tenemos en cuenta que estos borbones le deben el trono a Franco.
Llamado a intervenir, Felipe VI podría, para zanjar la situación de una vez y por todas, darle un sitio a los restos de Franco en el panteón del Escorial. En definitiva, él gobernó como un monarca, además de legitimar la monarquía y, después del frustrante final del reinado de Alfonso XIII, su gestión hizo posible que esa institución volviera a la vida española como árbitro de un moderno pacto social.
Por otra parte, la presencia de Franco entre los reyes de las casas de Austria y de Borbón tampoco desentonaría en el orden moral. La mayoría de esos jefes de Estado también fueron despóticos y en sus reinados menudearon los crímenes, con el agravante de que muchos de ellos estuvieron marcados por la ineptitud, defecto que no podría achacársele al hombre que ahora se disponen a exhumar. Los pueblos sabios preservan las reliquias de sus líderes, aunque no fueran buenos, por representar precisamente hitos del relato colectivo en el decurso de una nación, eso que también podría dársele el nombre, ahora tan manoseado, de memoria histórica.
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